Te decides a emprender el viaje y de golpe el frío envuelve cada centímetro de tu piel. Por muy preparado que estés, son dos segundos de terror, pero que pasan. Luego, ese frío te abraza, se ajusta a la temperatura de tu cuerpo y se convierte en una nueva capa de piel que te protege.
Te das cuenta de que caminar es inútil. No sólo no se puede, sino que no es necesario, pues flotas, casi vuelas. Ponerte de cabeza es tan sencillo como pensarlo. Vas de un lugar a otro como un ave, eso sí que... lento. Está prohibido moverte rápido. Pero sólo tú. Los de allá se mueven como un rayo.
Las reglas en ese lugar son otras, muy diferentes a las que estamos acostumbrados. Y las respetarás aunque intentes no hacerlo, porque así es ese mundo:
- Casi no hay sonido y, con seguridad casi todo lo que escuches será el ruido que tú mismo haces como invasor en un lugar al que no perteneces. Además, si llegas a escuchar algo, no sabrás de dónde viene. Ahí el sonido viene de ninguna y de todas partes al mismo tiempo.
- A pesar de que en algunos lugares se ve muy bien, hay menos luz que la que tenemos acá y además es... como diferente. La luz es diferente. Sí, hay sol, pero... te topas con el efecto Tyndall al dar la vuelta, en cada vuelta, a mitad de camino, a tus lados, adelante, atrás. No necesitas esperar la puesta de sol para ver esos hermosos rayos que atraviesan el paisaje. En algunos espacios hay tan poca luz que se pierden los colores. Primero el amarillo, luego el rojo, el verde, y finalmente el azul. En primavera el problema es serio, porque además hay tantas partículas en suspensión que no ves a más de 10 metros. A veces menos.
- Las cosas no "caen por su propio peso". Las piedras sí, pero muchas cosas son atraídas hacia los espejos. Otras se quedan ahí, donde las dejaste y pueden tardar mucho en llegar hacia donde son (lentamente) atraídas.
- No puedes quedarte. He sabido de algunos valientes que han pasado allá un par de horas, pero lo normal es que sea un viaje de unos 45 minutos. No partes con los minutos "contados" con exactitud, es raro, pero puedes estar ahí más o menos tiempo dependiendo de los lugares que visites. Es así nada más, yo no puse las reglas.
- Cuando inicias el camino de regreso, debe ser lento. La restricción de moverte lento, no aplica para el regreso. Pero es un engaño, una burla de ese mundo a la agitación e impaciencia con que vivimos día a día en el nuestro. Hace años algunas personas descubrieron que si regresas rápido, en cuestión de horas morirás en tu mundo. Gracias a ellos hoy sabemos que el regreso debe ser un lento ritual sagrado.
- No puedes traer ningún ser vivo de regreso contigo. Ni plantas, ni animales. Morirían.
- No debes molestar a los de allá. No es que no se pueda, pero te arriesgas a que alguno de los fuertes te recuerde que eres un visitante no invitado y que ellos son dueños de casa. Y, créeme, no quieres medir tu fuerza con un rival cuando sabes que eres por mucho el más lento y torpe del lugar.
A veces da un poco de susto. No hay sonido. No es que no puedas escuchar, es que simplemente hay un silencio sepulcral. Hay poca luz, sientes frío en el rostro y las manos. Te mueves más lento que cualquiera ahí y de repente te sientes indefenso o, más bien, te encuentras a ti mismo indefenso en un mundo ajeno. Pero nunca me ha pasado nada. Si sigues las reglas, estará todo bien.
Mi primer viaje fue maravilloso. Aparecí en medio de un bosque de sauces. El suelo era muy claro, café claro, casi blanco. Y los sauces eran de un tono café oscuro, pero las ramas colgaban hacia arriba, como tratando de alcanzar los espejos, y bailaban muy lento una danza extraña con una sincronía perfecta. Todas las ramas hacia la derecha, uno, dos segundos y luego todas las ramas hacia la izquierda. En cámara lenta.
Otra vez aparecí rodeado de unas rocas rojas que... tenían antenitas por todo el borde. Me costó entender qué pasaba porque se escondían las antenas si yo me acercaba. Eran unos pequeños animalitos que vivían entremedio y debajo de esas rocas. Muy tímidos, pero igualmente curiosos.
Cuando tu tiempo en ese lugar está por llegar a su fin, recuerdas de dónde vienes deseando quedarte donde estás, pero sabes que tienes los minutos contados y si sigues ahí morirás. En menos de un segundo se te viene a la mente que debes volver a atravesar los espejos anhelando regresar en alguna otra oportunidad al mundo donde flotas. ¡Los espejos! Recuerdas que existen. Miras hacia arriba, hacia los espejos del cielo, y ya no son espejos, o tal vez son como los anteojos polarizados: por un lado son espejos y por el otro son como cristales de colores. Ves arriba un vitral hermoso y armónico entre celeste, índigo y transparente. Trozos de cristal individuales, unidos formando una malla infinita que se mueve para jugar con la luz e hipnotizarte con su belleza y piensas por qué no miraste antes hacia arriba.
Tu compañero te vuelve a hacer la señal de que deben volver. Quieres decirle que no y sabes que él tampoco quiere regresar. Pero si no respetas la regla del tiempo puedes morir. Das la señal de aprobación e inician el vuelo de regreso.
A medida que subes hacia los espejos te hacen cosquillas las burbujas de los que vuelan debajo tuyo y le haces la misma travesura a los que están más arriba. Finalmente tu cabeza atraviesa el manto de espejos y reconoces, con tranquilidad en el corazón, el mundo que te vio nacer.
Con la mitad del cuerpo en el mundo de arriba y la otra mitad en el mundo de abajo, te sacas el equipo que te permitió vivir bajo los espejos y se lo pasas al capitán de la embarcación. Él pacientemente esperó todo ese tiempo a que los viajeros terminaran su jornada. Sin él no hubiera habido viaje.
Subes al bote y ayudas a los compañeros que vienen recién llegando. Ves caras de felicidad y satisfacción. Todos mojados hasta el último centímetro de nuestros cuerpos y con gusto a sal en la boca. Conversas fascinado con los demás sobre las cosas que encontraron, bebes un poco de agua sin sal mientras que el sol y el viento en el rostro te dan la bienvenida a la realidad.
Con la mitad del cuerpo en el mundo de arriba y la otra mitad en el mundo de abajo, te sacas el equipo que te permitió vivir bajo los espejos y se lo pasas al capitán de la embarcación. Él pacientemente esperó todo ese tiempo a que los viajeros terminaran su jornada. Sin él no hubiera habido viaje.
Subes al bote y ayudas a los compañeros que vienen recién llegando. Ves caras de felicidad y satisfacción. Todos mojados hasta el último centímetro de nuestros cuerpos y con gusto a sal en la boca. Conversas fascinado con los demás sobre las cosas que encontraron, bebes un poco de agua sin sal mientras que el sol y el viento en el rostro te dan la bienvenida a la realidad.